La Tarjeta de Invitación
Cuento costumbrista

Por Benjamín Pérez Pérez
 

 

-Está bien; dijo Armando Romero, entredormido todavía, se incorporó bruscamente al sentir que alguien lo sacudía con suavidad.

-Joven, la gallina ya está servida-; oyó que le dijo una tímida vocesita de mujer. Quiso abrir los ojos pero un alegre y mañanero rayo de sol que le daba sobre la cara lo obligó a cerrarlos violentamente y a llevarse las manos a la vista para protegerse de la intensidad de la luz.

-El sancocho se les hiela-; insistió la voz.

Fue entonces cuando, ya del todo despierto y acostumbrando sus ojos poco a poco a la luz, pudo observar lo que le rodeaba y entender las circunstancias. Lentamente, pues su cerebro embotado por el trago y la trasnochada no le permitía más, empezó a reconstruir los pasajes de la noche anterior. Afortunadamente nada de extraordinario le había ocurrido, ni había hecho cosa que le remordiera la conciencia, a no ser el haberse metido una borrachera fenomenal y tener que hacerle frente ahora a un guayabo de no menores proporciones. Había llegado en la tarde a Ocaña con el propósito de comprar un vestido, un sombrero, y algunas baratijas que en Arenópolis, su pueblo, escasean. Como a eso de las 8, cuando aburrido se encaminaba al hotel "Vela mar" en busca de comida y alojamiento, tropezó en el parque principal con Ernesto Alvarez, chofer, gran amigo suyo y su antiguo profesor de volante. Después de los saludos, abrazos, preguntas y respuestas de costumbre, acerca de ''cómo está esa tierra por allá, qué se había hecho usted que no había vuelto a aparecer, cómo siguen las cebollas" etc., Ernesto le dijo:

-¡Hola! ¿No sabe? Vendí el Ford en que usted aprendió a manejar. Ahora tengo un Pontiac.

-Si; ya me lo habían dicho y me alegro mucho de que usted progrese. No crea que yo lo olvido; con frecuencia averiguo por usted.

-Camine para que vea la máquina y la pruebe si le provoca.

Se dirigieron hacia un ángulo del parque donde se encontraba un precioso automóvil azul metálico. Claramente se veía que era el más nuevo de seis o siete coches que allí estaban estacionados. El chofer lo invitó a subir; se acomodaron junto al timón y Ernesto puso el motor en marcha; le dio luego algunas explicaciones acerca del funcionamiento de los modernos mecanismos instalados en el tablero de instrumentos, y dando un elegante golpe de timón hizo arrancar el automóvil con dirección al barrio de San Agustín.

-¡Qué belleza! ¡Cuánta suavidad! Escasamente se oye el zumbido del ventilador! exclamaba entusiasmado Armando Romero.

-Aaah, y que no le he puesto a funcionar el radio. A usted le gusta la música. Mire: y oprimiendo un botón hizo iluminar un pequeño cuadrángulo en el tablero.

Tenuemente se empezó a sentir el zumbido peculiar de los radio receptores y del interior se alzaron melancólicas, anhelantes, tímidas al principio, definidas después, las notas de un bolero. El coche se deslizaba silencioso por las empedradas calles haciendo saltar de vez en cuando pequeños guijarros; los bombillos eléctricos ponían una hilera de puntos rutilantes a lo largo de la vía. En alguna que otra puerta una o dos muchachas conversaban con algún jovencito que casi siempre, por curiosa coincidencia, entretenía sus manos jugando con un llavero. El tráfico se hacía menos variado y de la estación del cable regresaban los últimos camiones cargados de mercancías. En el radio, los bordones de las guitarras y las voces de los artistas lejanos seguían desgranando su rosario de tristezas, de desesperanzas, de ilusiones truncas....

-Esta música exótica, esta luz eléctrica, este olor a automóvil, este rodar de llantas, estas caras de muchachas bonitas y risueñas, olorosas a Tabú o a Ürigán de Coty, me hacen añorar algo extraño, me enferman de lejanía; dijo Armando. Sueño con Cali, Medellín, Barranquilla, Panamá, ciudades alegres donde el alma no tenga que enfermarse de tristeza como un pajarillo en una jaula. Con esto mismo me contentaría; exclamó, mostrando con la mano el suelo ocañero.

-¿Se aburre en Arenópolis? Por qué no hace el esfuerzo de salirse de allá. Usted con sus capacidades puede triunfar perfectamente en cualquier parte.

Armando Romero no contestó. El automóvil se había detenido al frente de una modesta cantina de barrio. Los dos amigos se apearon y mecánicamente entraron al establecimiento. Estaba sin parroquianos.

-Dona Ricarda, buenas noches.

-Don Ernesto, cuánto gustooo....

-Señora, buenas noches.

-Muy buenas, mi joven.

-Un poco sola esta noche, no?

-No, ya verá. Ahorita se acabaron de ir Toto Gómez, Nacho el de Herlinda, Pedro "el cabezón" y Tico el hijo e Micaela, el que canta y toca guitarra.

Los dos recién llegados se sentaron junto a una mesita, en un rincón de la tienda. A Armando le incomodó ver el suelo casi encharcado de salivas. La vieja, solícita, se apresuró a recoger con un trapo un poco de agua vertida sobre la mesa.

-Aquí se pasa el rato muy sabrosito, mi querido Armando; hasta aquí no llegan los piscisíes.

-¿Qué son los "piscisíes"?

-Los patos, cierta calidad de patos que en Ocaña abundan como en todas partes. Además Ricarda le fía a uno y no echa trinche. ¡Doña Rica! una botellita de ron "Perla", haga el favor.

-Ya voy, hijito; pero... hay también 313.

-Pues traiga "313" a ver a qué sabe.

-¿Ninguno de ustedes tiene con qué destapar? consultó la vieja.

-Preste acá; exclamó Armando. Y golpeando la botella contra un pañuelo en la pared, le hizo saltar el corcho.

La vieja colocó en la mesa dos vasos pequeños, vacíos, y dos vasos grandes llenos de agua un poco turbia.

-Esto... antes de comida... ¿no nos hará daño? preguntó Armando.

-No hombre. Precisamente le abre el apetito. Pero a qué hotel va Ud. a buscar comida a estas horas. Si nos coge muy tarde y aprieta el hambre vamos al matadero a buscar "chinchurrias" y con arepa donde Tomasa por la madrugada... gju?
Y cada cual apuró su trago de un solo sorbo.

-No está del todo feo- comentó Armando.

-Muy agradable; -aprobó Ernesto- Perdone doña; no le provoca un traguito?

-No hijito; lo dejo "pa" cuando me vaya a acostar.

Buscó y rebuscó entre un montón de botellas vacías, agarró la que juzgó más limpia, la olió, la palpó, le sacudió una cucaracha y presentándosela a Ernesto, le dijo:

-Écheme el traguito aquí.

Los dos amigos continuaron haciéndole los honores al "313". La cantinera mientras tanto escudriñaba entre una colección de discos empolvados algún título apropiado para las circunstancias. "No podrás olvidarme porque yo no lo quiero..." empezó a ganguear la victrola.

Ernesto Alvarez lanzó un profundo suspiro. La melodía sollozante le había tal vez lastimado mal cicatrizadas heridas. Esa era la canción que le hacía sangrar el alma, la que lo hacía emborrachar, la que le traía el recuerdo de la trigueñita espléndida y querida que en otro tiempo había sido fuego y pasión para él, pero que un día resolvió... ponerle una vela a Dios y otra al diablo...

-¡Doña Rica! dénos ahí otra botellita de lo mismo y cambíenos ese disco llorón que enferma de nostalgia a Ernesto. Algo más alegre, como "tú tienes un motorcito que yo controlo por la cintura"- dijo tarareando la canción y marcando el compás con las manos.

A Ernesto le hizo reir la ocurrencia.- Ya le está haciendo efecto el "313"; no? A mi mujer se le ocurre que cada vez que usted y yo nos encontramos es rasca segura.

-¡Hola! ¿y se casó? Cómo no me lo había dicho. ¿Con quién?

-Hace unos tres meses con aquella muchacha de La Piñuela que le presenté una noche y que usted dio en llamar la "Ondina de...

-...De Capdeouilles;- terminó Armando. Es muy bonita y muy buena. Valía la pena de que usted, Ernesto, se casara con ella. Las ocañeras son soberanamente lindas y como esposas le aseguro que resultan magníficas. Y a propósito, quién es esa preciosidad que usted saludó esta noche allí en la plazuela de San Agustín; una muchacha de saquito rojo...

-Nada menos que Fina -Josefina- la hija de don Marcos, el más rico de Ocaña. Robledo como que es el apellido de él. Ella es muy queridita y aquí la estima todo el mundo porque a pesar de ser de la "high" no es presumida como las otras. ¿Le interesa?

-Dígame. Si en alguna vez se me ocurriera casarme, lo haría con una mujer como esa aunque supiera que me ganaba con ello el infierno. No me lo crea; pero sin conocer siquiera su nombre, esa muchacha me atrae, sin ella saberlo, de una manera fatal. Se ha convertido en mi obsesión desde que la vi por primera vez en un almacén midiéndose unas zapatillas. La he deseado, la he adorado en silencio... A veces me avergüenzo por darle cabida a estos afectos tan estúpidos, porque... uno pobre, sin un título, sin haber quien lo relacione... en fin que es fuerza repetir lo de Lutero: "ese cielo es muy bonito pero no fue hecho para mí..."

-¿Por qué no? replicó Ernesto. Pueden gustarse... Usted es muy joven, continúa sus estudios y se nivela socialmente con ella venciendo con su saber el inconveniente de no hallarse ahora inscrito en los registros del club. Variaron luego de temas. Las horas pasaban. Una mujer mal trajeada, arrastrando unas chancletas, se asomó a la puerta:

-Rica... Buenas noches señores... Rica... ay linda, vendéme un centavo e fótoros. Después e que estaba costada mi acordé que amanecía sin Candela, y como oí bulla aquí, me levanté y me vine... Gracias negraa.

Cogió los fósioros y se retiró despidiéndose con otro "buenas noches" que nadie contestó.

La victrola seguía rumiando música. Los punteros de un viejo Big-ben se habían encontrado varias veces en números diferentes y sobre la mesa se hallaban en promiscuidad, algunos envases de ron, botellas vacías de cerveza y "cascos" de soda. Un automóvil rezagado subió a buscar su guarida en el garage central.

-¿Salimos? preguntó Ernesto, levantándose pesadamente.

-Salgamos,- respondió su amigo.

Ambos se sentían bastante mareados pero trataban de disimular.

-Señora; qué más se le debe?

-Nada más, joven; conforme se les ha despachado ustedes han ido pagando. Estamos en paz.

-De comer ... qué tiene?

-¡Ay Ernesto! Están de malas. Carmela no hizo pasteles esta noche, y no hay nisiqniera pan y queso.

-¿Ni sardinas?

-Nada.

-¿Ni diablito?

-Noo.

- Ni aguacates?

-Tampoco. Bocadillos... - insinuó la vieja.

-Uf, dulces a estas horas. Dénos entonces otras dos botellitas de ron, ordenó Armando. Cogieron las botellas, pagaron y salieron.

-Buena noche... y muchas gracias.

-Buena noche; que la gocen.

El relente de la madrugada les hirió en la cara. Una luna muy blanca y muy llena vagaba por la espaciosa comba del firmamento que esa noche, por ser de verano, estaba inmaculadamente limpio y azul. Cierto aire de misterio contorneaba todas las cosas, y la ciudad, acariciada por el baño de luz que le imprimía la reina de la noche, dormía plácidamente. A lo lejos, en una colina, se divisaba cual centinela insomne, la estatua gigantesca de Cristo Rey, suavemente iluminada por los rayos lunares y por innúmeros bombillos eléctricos que semejaban en conjunto, retazos de caídas constelaciones. Y de algo más lejos llegaban conducidos por la brisa los gemidos de una flauta. ¡Ah! ¡las serenatas! Siempre los románticos, los eternos atormentados del Amor, implorando con el corazón de rodillas la gracia de una esperanza ante las esquivas ventanas. Cerca agazapado, al pie de un poste un perro roía un hueso produciendo un ruido extraño como de carraca. Un reloj lejano goteó, lento, implacable, las tres de la madrugada.

-Y ahora, ¿a dónde vamos? No supimos a qué horas se nos pasó lo noche. Son las tres.

-Yo no sé;-contestó Ernesto. Tome las llaves; a usted le toca conducir el carro. Lléveme a donde le provoque; hay gasolina a "full".

Se sentaron ambos en el puesto delantero. Armando tomó el volante. El motor rezongó en el silencio de la noche y el coche se deslizó por la calle desierta dejando atrás misteriosas resonancias. Sin rumbo determinado pasaron por el "Puente del Cable" y tomaron la vía que va a La Primavera. Un conejo atravesó azorado la autopista. Dos kilómetros adelanta regresaron y entraron minutos despues a la ciudad: Las Llanadas, San Agustín, El Dulce Nombre, La Plaza, San Francisco, El Carretero, todos los barrios iban apareciendo delante del timón y se escurrían luego vertiginosamente por los lados del coche, se escapaban por debajo de las llantas, dejando una visión de cosas dormidas, de puertas cerradas, de empedrados mudos, de bombillos soñolientos. De vez en cuando un sereno envuelto en su capote aparecía a la vuelta de una esquina y su silbato quebraba la calma de la noche.

-¿Qué hacemos? Ya viene el día y está haciendo un hambre condenada. Métase un trago.

Armando soltó una mano del timón y agarrando la botella que le alargaba su amigo, se alzó un trago de dos "pisos", la devolvió luego a su compañero quien después de secarle el pico con la palma de la mano, sorbió a su turno una buena dosis del contenido.

-¡Hola! No se me había ocurrido... Enderece para La Ermita que no está lejos; donde Nolo hay trago, abren a estas horas y nos hacen un sancocho de gallina.

-Hombre, de veras; y así dicen que el trago embrutece -exclamó Armando haciendo retroceder el vehículo. Minutos después, afuera de la ciudad, el automóvil devoraba las dos leguas escasas que separan a Ocaña de La Ermita. Este es un simpático caserío, muy pintoresco y sano, a orillas del Algodonal y a donde afluyen las familias ocañeras a solemnizar cumpleaños o a disipar las horas tediosas de los domingos y días feriados. Ningún forastero que sea tenido por "algo" se va de Ocaña sin que sus amigos lo agasajen con un suculento y "emborrachable" piquete en el risueño pueblecito.

El automóvil se detuvo frente a la casa convenida. Un largo toque de bocina, unos golpecitos en la ventana, tal o cual intercambio de palabras y Nolo aseguró desde adentro que el sancocho no tardaría mucho. El alba clareaba. Armando se reclinó sobre los brazos, en el timón, y se dispuso a dormitar. Ernesto se tendió en el puesto trasero mientras pelaban la gallina. Se quedaron profundamente dormidos.

Y dormidos estaban cuando Nena, la hija de Nolo, los llamó diciéndoles:

-La gallina ya está servida... El sancocho se les hiela...

Un sol dominguero, radiante, burlón, les quemaba la cara y no les dejaba abrir los ojos cuando bajaron del carro. Eran aproximadamente las ocho de la mañana.

* * *

Entraron a la sala. Los tragos y la trasnochada les habían dejado huellas bien marcadas en el rostro. Armando, distraído, se restregaba los ojos con el envés de la mano; el otro se sobaba la frente como si la cabeza le doliera. En el recinto reinaba un fuerte olor a polvo flotante, a habitación recién barrida. Sobre una mesa cubierta con blanco mantel humeaban dos platos de caldo; dos poncheritas con "presas" de gallina, trozos de plátanos y "tajos" de yuca se alineaban al lado de un respetable tarro de encurtido que dominaba el conjunto.

-Señores, buenos días; -saludó amablemente Nolo del lado de la cantina, ocupado en secar un vaso con una toalla. ¿Como que se la metieron anoche?-dijo acercándose algo más a la puerta.

-Pues... por ahí anduvimos un rato; siempre... los sábados en la noche provoca...

-Pues en la mesa tienen el remedio para el guayabo. Permiso señores.

Los dos amigos se sentaron. Armando abanicó una mano sobre los platos para alejar las moscas. Luego se tomó algunas cucharadas de caldo con manifiesto desagrado.

-Mire; pruebe gallina.

-No; no puedo.

-¿Qué le pasa?

-Esta cuestión se me devuelve- y apretó los labios como para impedir las náuseas.

-Casi siempre acontece así-, manifestó Ernesto. Cuando uno está parrandeando y le viene el hambre entonces se acuerda de mandar hacer sanchochos; se duerme, y cuando lo llaman, el maldito guayabo no le deja probar bocado.

-Fue que tomamos como burros, como si se fuera a acabar el ron.....

-Pues amigo, "mordedura de perro con pelos del mismo perro". Nolo! traiga para acá un cuarto de ron, dos sodas y que se lleven esos platos. Yo tampoco les puedo "jalar".

-Más trago?-protestó alarmado Armando.

-Sí hombre, sí; verá que se compone. Se bebieron el cuarto de ron, "asentaron" con soda y cada uno encendió un cigarrillo. Armando desarrugó la trente al ver entrar a la Nena que venía por los platos. La belleza y lozanía de la muchacha lo pusieron de buen humor.

-Qué mujeres éstas, las ocañeras -dijo en son de requiebro;- no hay una sola que no sea linda.

La Nena se puso encarnada pero no lo miró; y más se le enrojeció la cara a Armando, cuando, por darle galantemente sitio a la joven para que alzara la vajilla, volcó sobre el inmaculado mantel el contenido completo del tarro de encurtido.

-Buen provecho- dijo Ernesto riendo de buena gana de la torpeza de su amigo. Armando, por disimular, ordenó una nueva servida de trago. Mientras tanto se levantó a observar la casa. Las paredes estaban adornadas con vitelas de paisajes y algunas ampliaciones de retratos de familia. Uno de estos representaba, seguramente, a la señora de Nolo, aunque del retrato al original había por lo menos veinte años de distancia. El cortinado era de encajes. Un juego de muebles estilo "Marquesita" llenaba el salón; en un ángulo, una vitrola de gran tamaño guardaba su colección de dormidos pentagramas. En esto sí que nadie le ha pisado el botón a Nolo: en traer las mejores grabaciones de las mejores marcas a la Provincia.

En cuanto a la cantina, presentaba el conjunto más heterogéneo. En lo alto del armario se codeaban botellas de rones nacionales de llamativos nombres y lujosos tiquetes con el aristocrático whisky o los apetecidos vinos, gaseosas y cocteles. Seguían las cervezas. Un poco más abajo, inferiores en "edad, dignidad y gobierno", los litros de aguardiente "listos y a la medida" se aprestaban para cualquier momento de emergencia. Al frente, en pleno mostrador, una panzuda, maternal e inagotable olla de chicha tapada con un paño, cerraba campechanamente el renglón de las bebidas. Los vasos representaban, sin doble intención, las categorías sociales: los del whisky, el ron y la cerveza, muy limpios, secos y transparentes, se estacionaban boca abajo en aseadas bandejas. Los de la chicha, grandes, gruesotes, salvajes, yacían sumergidos en montón en una ponchera de agua con solución al treinta por ciento de la fermentada maicena que sobraban los consumidores. Los paquetes de Camel, Chester y Pielroja alternaban con los tabacos Víctor y las modestas calillas criollas. Los salmones, sardinas, salchichas y toda clase de picadillos californianos miraban "desde la comba altura" a un bulto de pescado bocachico tirado en el suelo, como diciéndole: "poeta no nos mires, nos duele tu mirada..." Para suculentas galletas, había sabrosa mantequilla del Sinú; para las mantecadas y bizcochos, grandes bloques de queso calentano; para el agua, estimulantes cajas de bocadillos veleños y arequipes. En un granero se veía panela, sal, fríjoles y otros artículos de primera necesidad. Un tambor de gasolina se disimulaba en un rincón debajo de unos costales de fique.

Ya se ha dicho que Nolo habitaba -y habita aún- en aquella casa con su familia; y si no se ha traído a recuento la mujer y los hijos es porque esa mañana, en las primeras horas, sólo se encontrase la Nena acompañándolo o bien porque la esposa y los muchachos estuviesen distraídos en la cocina.

Huelga decir que a la "gente bien" siempre la ha recibido Nolo en la sala; a la de dudosa ortografía la atiende en la parte exterior de la cantina. Por lo tanto, ni la más encumbrada y exigente señorita pudo ni puede sentir escrúpulos de pasar un rato de esparcimiento en casa de Nolo, ya que éste, a sus cualidades de hombre culto y bondadoso une la no menor ventaja de inspirar respeto y hacer respetar a los que le rodean.

Por ser domingo, el movimiento en la tienda o cantina era muy animado. Nuestros dos amigos departían en la sala tomando de vez en cuando su "cucharada" de ron. Armando se rapaba con las uñas la barba naciente. De pronto se levantó y le dijo a Nolo en la puerta de la cantina:

-Déme ahí una cuchillita de afeitar y un jabón.

-¿Qué va usted a hacer?-inquirió Ernesto.

-Pues afeitarme.

-El dirá que como hoy es domingo y tal vez vengan muchachas de Ocaña quiere aparecerles fresco -manifestó Nolo. Si va a afeitarse, en el corredor hay estuche, agua y espejo.

Unos diez minutos después regresó Armando y le pidió parecer a Ernesto:

-¿Hola, qué tal?...

-Formidable. Si lo ve la ocañerita del saquito rojo, el choque eléctrico va a ser igual de parte y parte. Y de veras que Armando Romero había desquiciado ya a muchas locuelas de su pueblo. El aspecto del muchacho era agradable y por sus modales, su carácter suave, su genio alegre y algo atolondrado, su ingenuidad y raro don de gentes se hacia estimar de todos cuantos lo trataban. Físicamente, su porte era elegante. Tendría 24 años y se ufanaba de ser el arenopolitano que vestía con más lujo. Aunque era hijo legítimo, nunca había conocido en casa a su padre, que vivía distanciado de la familia y hacía vida común con una concubina. Al lado de su madre pasó el muchacho sus primeros años hasta que un misionero lo llevó a un pueblo de Cundinamarca y lo internó en un colegio apostólico. Pasados cuatro años de buenos o malos estudios, algunas dudas acerca de la santidad de cuna del futuro novicio, inclinaron a los escrupulosos frailes a prescindir del joven. Pero éste, al venirse, se trajo una entonación medio bogotana en el hablar, una constitución robusta y un soberbio color rosado que sólo se puede conseguir con una larga permanencia en los climas muy fríos. A pesar de sus nueve años de vida civil conservaba alguna timidez cuando trataba con mujeres extrañas. Quizás observaba sin querer la sentencia aprendida en el claustro: "el que echa mano a una mujer se expone como si cogiera un escorpión".

Su madre que lo adoraba, le había facilitado la manera de establecer en Arenópolis un negocio de medicinas que dejaba algunas utilidades que ella nunca aprovechó, pues el hijo, romántico por temperamento y con algún privilegio en el manejo de instrumentos musicales, dedicaba por lo menos las noches de los sábados para beber ron y derrochar serenatas con un grupo de calaveras que la buena señora aborrecía de muerte creyéndolos responsables de los desbarajustes del joven. A veces se le metía a Armando Romero la nostalgia de otras tierras que él no conocía pero recorría espiritualmente a través de las páginas de revistas ilustradas; y entonces se iba a Barranquilla, a Bogotá o a Medellín, a dilapidar los ahorros de la pobre vieja, so pretexto de conseguir una posición menos atrofiante. La ruta la tomaba de acuerdo con la que llevara el barco que lo recogía en Gamarra. A él le parecía indiferente subir o bajar. Bogotá o Barranquilla le daban lo mismo.

Era en esas correrías cuando gozaba a veces de confortables hoteles, lujosamente amueblados, donde comía ricamente y dormía entre las caricias de un lecho sedoso cuyo contacto le despertaba ansias secretas de goces sensuales todavía no alcanzados, que se avivaban siempre a la vista de la camarera preciosa y complaciente que entraba al dormitorio a preguntar si le hacía falta algo al señor y a desearle buenas noches; o al recuerdo de la graciosa empleadita de almacén; o con la imagen de la lozana y bella artista cuya voz y cuyas formas admirara en el estreno teatral de la noche...

Por la mañana, se levantaba perezosamente y al echar mano del cepillo y de la crema, se acordaba con rencor de sus hermanas que le reprochaban, intransigentes, las bocanadas espumosas del dentífrico que él escupía junto al jardincito:

-¡Cochino! Estas cosas blancas parecen cuestiones de gallinazo.

Entonces sentía aversión por su pueblo y deseaba no retornar nunca. Pensaba en la monotonía de la vida que allá transcurría, en el tedio de sus días que él calificaba de "noches con sol", en lo atrasado de las costumbres, en la falta de diversiones, en el extraño gusto de sus moradores que compraban costosos muebles en Ocaña para adornar las salas de sus casas pero sin cuidarse de sacar antes los azadones, las enjalmas y otros enseres de arriería o de labranza.

Pero se le agotaba el dinero, no conseguía colocación ninguna, ni la buscaba tampoco, y... tenía que volver...

-¡Hola! pero usted se me está durmiendo en ese asiento- le dijo Ernesto a Armando.

-¡Huy! -dijo éste levantándose pesadamente-; estoy que me muero de sueño.

-Que se acueste ahí en el cuartico del corredor, en la cama de Rafa. Con un rato que duerma se repone del trasnocho- insinuó Nolo.

-Sí, sí, acuéstese -agregó Ernesto empujándolo suavemente;- yo mientras tanto iré a visitar un numerito que tengo.
Vencido por el sopor, Armando apenas tuvo energía para tirar los zapatos. Los amigos le ayudaron a quitarse el saco. Tendido sobre la cama, cerró los ojos para sumergirse en el sueño reparador que tanto reclamaba su estropeado organismo. Pero tan pronto iniciaba el descenso en aquel piélago de agradable inconsciencia, dos moscas impertinentes trataban de posársele en la nariz y lo hacían regresar al mundo semi real que lo rodeaba. A manotazos ahuyentaba a los importunos insectos y se hundía de nuevo, envuelto en una neblina de episodios inconexos y extraños. Con ese don de ubicuidad de que uno dispone en los sueños, se vio de pronto en el parquecito de Arenópolis. Hablaba con un médico desconocido: "Si doctor; esta variedad de bambú es muy bella. Yo la traje de Guamalito y la aclimaté en este parque... Cómo salta del surtidor el agua fresca que riega esas clavelliñas... Tengo sed... si pudiera agacharme a beber sin mojar los zapatos..." Pero si no tenía zapatos; había salido al parque con calcetines no más y la gente lo miraba sonriendo burlonamente. El timbre de una bicicleta le hizo volver la mirada. Ahí venía de frente, Lolita, la preciosa hija del alcalde, haciendo pruebas de equilibrio, sobre su bicicleta nueva. No la había visto nunca tan desenvuelta. Y venía precisamente hacia él, con una amplia sonrisa de oreja a oreja, sonando el timbre con tenacidad: rin, rin... rin, rin, riiin, riiin..." ¡Timbre maldito! No me deja dormir. Es el teléfono de Nolo... es el teléfono... ¡maldita! por qué no atenderán". Y sin poderse despertar del todo, dio media vuelta en la cama y siguió durmiendo boca abajo.

-Es el teléfono de Nolo-; le gritó Ernesto desde la puerta. Cómo puede usted dormir con moscas y teléfono.

-¿Entonces... qué hacemos? preguntó Armando incorporándose.

-Pues si gusta recorramos hasta Ábrego la carretera. En Ocaña nada tenemos que hacer; es muy solo los domingos. Ahí verá.

Optaron por la vía de Ábrego y pronto estuvieron junto al carro. Se aprovisionaron de gasolina y ya se disponían a partir cuando se presentó por la vía opuesta un raudo automóvil verde. El vehículo paró a unos quince metros de distancia y un grupo de lindas y bulliciosas muchachas empezó a desembarcar. Eran cuatro o cinco y las acompañaba un jovencito a quien ellas cariñosamente llamaban Miyo. No se podría jurar cuál de ellas pasaría de los 18 ni cuál era más bonita o menos insinuante. Tenían todas esa gracia de la juventud, ese inmenso poder de atracción que ya por sentimentalismo, ya por inclinación biológica, la mujer ejerce sobre el hombre, y más si es una mujer bonita. SEX APPEAL llaman a esta sensación los ingleses. Armando se quedó embobado mirándolas:

-Aquí no podría escoger -dijo mientras ellas entraban a la casa de Nolo-; son tan lindas todas...

- Es que usted no se ha fijado en otra cosa -dijo Ernesto, mostrando hacia el automóvil recién llegado-; la suya se quedó leyendo entre el carro.

A Armando le brincó el corazón. En el vehículo, detrás del volante, entretenida con una revista, estaba Josefina Robledo. Seguramente ella había llegado cunduciendo el coche y él por observar a las otras no había caído en la cuenta de que ella, sí, de que ella estaba allí.

Sintió una rara flaccidez en los músculos. Había deseado tanto una ocasión semejante, de tenerla a ella cerca, de observarla, de tratarla... y ahora que esa ocasión se le presentaba sentía miedo. Qué impresión le causaría él a Josefina? Y una vez más le asaltó la congoja de que él no tenía capital, ni estaba catalogado entre la gente de "primera" en Ocaña. Una nube de incertidumbre volvió a interponerse entre él y su adorada. Qué ocurrencia, se decía; haber nacido esta muchacha de padres capitalistas. Posiblemente le querrán un novio de harta plata. Lo de la condición social, no; que vaya el que quiera a mi pueblo para que vea lo que yo valgo allá; para que se dé cuenta de que no hay baile, ni reunión, ni paseo, ni nada que sirva, a que no se me invite; para que se fije que de Arenópolis no sale memorial, ni carta, ni telegrama, que no sea antes sometido a mi aprobación.

-¡Hola! pero se idiotizó usted, -le dijo Ernesto golpeándole suavemente. No hombre, no; monologaba. Preste un Camel; el humo de estos cigarrillos y el olor a gasolina me recuerdan las empresas petroleras. Un bus, repleto de pasajeros, pitó en la carretera. Josefina que obstruía el paso, quiso dejarlo libre; pero con tan mala fortuna que, quizás por excitación nerviosa o por falta de habilidad, dio con su automóvil en un atolladero que había no muy lejos del piso afirmado de la calle. La muchacha hacía "bufar" el motor e impulsaba el vehículo unas veces hacia adelante, otras hacia atrás, sin conseguir otro resultado con el brusco patinar de las llantas que ahondar más su inesperada prisión de lodo. Un arriero que pasaba, dictaminó:

-Esta se quedó ahí prendía como una mosca entri un poco e miel.

Algunos curiosos se agruparon en el andén de la casa de Nolo; entre ellos, nuestros amigos, las muchachas, el jovencito Miyo que le gritaba a Josefina instrucciones que ésta no atendía, y dos o tres haraposos que cuchicheaban riéndose imbécilmente. Con toda seguridad, estos últimos deseaban que la joven no saliese de su apuro. Es evidente la satisfacción que la gente baja experimenta cuando ve sufrir o encuentra en condiciones poco airosas a aquellas personas que considera como ricas o de alta posición social.

Para Armando Romero, este incidente fue la puerta de entrada al paraíso de sus ilusiones. Maquinalmente, sin meditar en lo que hacía, se acercó al automóvil atollado y le dijo a Josefina:

-Perdone, señorita; así no tendrá usted cuándo salir de aquí. Permítame, voy a ayudarla; tenga la bondad de esperar un segundo.

-La joven, muy encarnada y sonriendo angustiosamente, le contestó:

-Muchas gracias, señor; ay... sí que me da pena.

-Estése quietica.

Metió algunas piedras entre los huecos que había formado el patinar de las llantas, atravesó luego unos ramajes que cortó allí cerca con una navaja, y frotándose las manos se dispuso a tomar el volante. Josefina le cedió el puesto corriéndose lo suliciente hacia la derecha. El resultado fue inmediato: con una violenta acelerada y una sencilla pero ágil maniobra de timón, Armando plantó garbosamente al rebelde automóvil en plena pista y lo hizo recorrer luego como un bólido una o dos cuadras, como para castigarlo, así como se procede con un caballo indómito que se obstina en pasar por determinado sitio y el jinete, venciéndolo, lo obliga a salvar largas distancias, fustigándolo atrozmente y sangrándole los sudorosos ijares con las agudas espuelas.

El automóvil regresó y Armando lo dejó estacionado tan cerca del carro de Ernesto que casi se rozaban los guardachoques delanteros. El le ofreció galantemente la mano a Josefina para ayudarla a bajar del coche.

-Y ahora.... mil gracias señor; me ha sacado usted de un apuro, de una situación ridicula. ¡Qué torpe he sido!

-Esto no debe afanarla, señorita; a los mismos choferes profesionales les acontecen a diario accidentes más graves. Lo suyo no fue nada.

-¡Ay! pero no sabe usted... me atolondré toda... estaba muerta de pena... de vergüenza...

-De vergüenza... ¿con quién?

-Con la gente ... con usted...

Entraron al salón. ¡Qué simpática pareja hacen! -dijo una de las compañeras-.Te conocías ya con el señor?

-No. -contestó Josefína-.Como que es la primera vez que nos vemos; ¿no? -y lo miró sonriéndole.

-Tal vez-; contestó él. Y haciendo una cortés inclinación anunció su nombre:

-Armando Romero, encantado de conocerla.

-Josefina Robledo, muy encantada también, por supuesto.

Se estrecharon cordialmente las manos y seguidamente ella le presentó a Miyo y a las amigas: Lucy, Bety, Cecilia, Leticia, Magola.

El les brindó, muy respetuoso, "una cerveza Maltina, una kola, cualquier cosita" que les provocara. Miyo aceptó una cerveza; las muchachas se excusaron dando las gracias; solamente Josefina le recibió un vaso de limonada. Ernesto mientras tanto había salido a visitar una vecina.

-Pongan un disco mientras les hacen el chocolate-, aconsejó Nolo.

-Si, sí; de veras.

-"Corazón no llores" insinuó Bety.

-"Desde que te marchaste" pidió Cecilia.

-No, no; "el amor en vida fue un fracaso", exigió Leticia.

-¿No está ahí "esperanza inútil"? preguntó Josefina.

Una rumba criolla de Emilio Sierra, salió de la victrola y puso en revuelo la sala. Las muchachas se pusieron a bailar unas con otras, excepto Josefina que prefirió charlar con Armando.

-¿A usted le gusta el baile?

-Mucho; -contestó él-; pero apenas estoy por ahí... aprendiendo.

Ella se levantó a seleccionar unas grabaciones, las colocó aparte, y regresó a su puesto. Armando, maravillado, contemplaba el armonioso conjunto de la joven: su carita fresca y alegre, suavemente sonrosada, de perfil intachable; las cejas en gracioso arco; los ojos, que harían palidecer a los más bellos luceros de las noches de verano, velados por grandes pestañas; el cabello, castaño, recogido en llamativos bucles; la boca pequeña, de labios tan rojos que podrían emular con los más rojos claveles; la piel trigueña y aterciopelada; el talle esbelto, la cintura ágil, las manos de suavidad de seda, el andar majestuoso, los modales finos, la voz sonora y agradable. Un precioso vestido de color turquesa la ceñía realzándole todos estos encantos. El conjunto denunciaba diez y nueve primaveras escasas.

-Qué linda es usted, Josefina -le dijo Armando emocionado y transmitiéndole con el fulgor de los ojos lo que con la boca no podía explicarle.

-¿De veras, me encuentra linda? Eso es usted que me ve así -dijo ella sonriendo.

-No; yo y todo el que tenga siquiera idea de lo que es belleza y poesía; todo el que posea un alma capaz de sentir.

Miyo se acercó e invitó a Josefina a bailar ("Nunca faltan sapos en la carretera" pensó Armando). Ella se excusó cortesmente y el muchacho, algo amostazado, entró a la cantina.

-¿Y usted vive ahora en Ocaña? preguntó la joven.

-No señorita; vivo en Arenópolis, aquí cuatro leguas de Ocaña.

-¿Y qué hace allá?

Allá... Y Armando Romero empezó a narrarle muchas cosas de su vida que Josefina, encantada, oía con marcado interés.

-Usted por lo visto, ha corrido muchas aventuras.

-Así como le digo; unas veces gozando y otras sufriendo.

-¡Hola joven! -exclamó Nolo acercándose con un legajo de papeles- Ahora que está ahí tan "enmuchachao" cómpreme un billetico de la Lotería del Litoral. Llegaron hoy. Mire, qué citras. Son veinticinco mil pesos y juegan la semana entrante.

-Eso... ¿qué cuesta?

-Doce pesitos no más. Tiene diez fracciones que ganan dos mil quinientos cada una. ¿Cuántos pedacitos le doy?

-Preste acá el billete entero.

-Josefina se quedó pasmada:

-Así bota usted su dinero? -le dijo en tono de amable reproche-. Estas cuestiones nunca producen algo de provecho sino que antes arruinan el bolsillo de los incautos. Mire: cuando tenga la tentación de gastar plata en lotería, no compre esos papeles como hizo ahora, y guarde más bien el valor en una alcancía; verá al cabo de un año cuanto dinero reúne

-Ya ve; esto no lo hago con frecuencia. En Arenópolis no venden lotería; pero cuando salgo se me ocurre tenderle el puente a la suerte. Si ella no pasa, yo no tengo la culpa. Y si pasa, imagine, son veinticinco mil pesos.

- Es usted muy optimista; pero esas teorías no hacen rico a ninguno.

-Pero... mire usted Josefina: el número tan lindo que nos ha correspondido: 6331.

-A ver... ¿qué es lo lindo de su número?

-Pues vea: sumando horizontalmente, nos da 13, el número que trae suerte en el juego. Esta vez la presencia suya es un buen augurio. Permítame que pruebe mi suerte con usted. -Dividió el billete y le entregó medio, diciéndole: guarde esta mitad que es suya; la otra la guardaré yo.

-¡Ay no! yo no puedo aceptarle esto.

-¡Guárdelo, por Dios! insistió él. Déme el gusto de que su destino y el mío se unan aunque sea por el momento en que juega esta lotería en Barranquilla. Si no ganamos, que es lo más posible, este medio billete lo guardaré como un recuerdo de este delicioso rato que he pasado al lado suyo.

ella- lo guardaremos como un recuerdo.

Armando, satisfecho, entró a la cantina, se tomó un whisky doble y le dio otro a su amigo Ernesto que llegó en ese momento y le dijo picarescamente:

-Como que está echando varillas; no?

Miyo había salido. Las muchachas cantaban en la sala acompañando a la victrola: "ay Jalisco, Jalisco, Jalisco..."

Armando volvió al lado de Josefina y le dijo:

-Quiere hacerme el favor de bailar conmigo esta pieza?

Ella poniéndose de pie, le contestó:

-No me gusta bailar sin permiso de... papá, ya lo vio; pero bailemos ya que usted lo exige.

Y enlazados se lanzaron al centro del salón marcando graciosamente el pasodoble. Las muchachas aplaudieron ruidosamente. Armando se sentía desmayar de placer. Entre sus brazos, muy ceñida, tenía a Josefina Robledo, su dulce y suprema obsesión a la que ayer contemplara como algo irreal, intangible, inalcanzable. Y oprimiéndola más contra su pecho, le dijo emocionado:

-¡Joselina! no tengo cómo explicarle mi felicidad.

Ella, echando la cabeza un poco hacia atrás, lo miró fijamente y sonriendo le con dulzura, le contestó:

- Entonces... somos la pareja feliz!

Estaba tan seductora que a él le provocó besarla; pero sus compañeras los miraban y... no había observado además que recostados en la puerta que daba salida a la calle, como dos centinelas, interceptaban el paso dos montañeros de tan feroz catadura que a él le parecieron vestiglos o fieras en figura de semi-gente, escapadas de quién sabe qué antro tenebroso. Por la indumentaria comprendió que se trataba de un par de "palomas" de las serranías de San Alberto, célebres por sus instintos sanguinarios y por sus hechos macabros, que tanto dieron que hacer a las autoridades ocañeras. Hediondos a sudor, vestían mugriento dril y con el ancho sombrero de "lata" ladeado, se tapaban media cara; calzaban cotizas de color indefinible por el barro; tenían la cara desfigurada y las manos atrozmente cuarteadas por el carate que es endémico en algunas regiones montañosas de la Provincia de Ocaña. En la cintura ostentaban sendas machetillas, muy largas, y enfundadas en vainas de cuero con muchos adornos. Estaban borrachos. El más alto, que tenía una cicatriz que casi le cruzaba el rostro, los observaba con ojos torvos, agresivos, siniestros. El otro, distinguido por un coto descomunal, los miraba estúpidamente, fumando tabaco y lanzando de vez en cuando apestosas salivas hacia el centro del salón. A intervalos, el cotudo se agachaba, y subiéndose el pantalón hasta la rodilla, se rascaba furiosamente las caratosas piernas hasta sangrar, levantando una enorme cantidad de caspas que la brisa conducía hacia adentro. Armando, asqueado, apretaba los labios y procuraba aguantar lo posible la respiración, temeroso de absorber aquellas temibles escamas.

-¿Nos sentamos? interrogó Josefina.

-Mejor no. Para estos salvajes, interrumpir uno el baile porque ellos llegan, es la peor de las ofensas que se les puede inferir. Bailemos otra pieza; nada perdemos con que nos miren.

No se le hubiera ocurrido jamás. Tan pronto iniciaron un pasillo, el apestoso cotudo después de escupir y de secarse los hilillos de saliva con el envés de la mano, penetró a la sala y deteniendo a la pareja, dijo gangosamente:

-A ver, don, anque yo no tengo botines, empreste paca esta hermosa paloma pa dar una güeltecita con ella... yo tamién soy de gusto. Jé, jé.

-Pero si esto no es un baile público, señor; ni a usted lo ha invitado nadie. Quédese donde estaba.

-¿Es que vusté lu hace por macho pariente? Vusté nú es más macho que yo- Y lo sacudía fuertemente.

Armando, por la ira, sintió que el mundo se le obscurecía. Recordó que tenía un revólver pero Josefina abrazada a él y suplicándole, le estorbaba los movimientos. Todo fue cuestión de segundos. Sobre la joven pareja brillaron las dos machetillas de los montaneros; se oyó un grito de mujer... dos detonaciones repercutieron en la estancia y un cuerpo al caer produjo un ruido extraño como de cristales rotos...

Armando despertó sobresaltado. Había estado soñando... nada más que soñando!... Sus amigos, Ernesto Alvarez y Chepe Lemus se asomaron riendo a la puerta del cuarto:

-Condenado- dijo Chepe; si no te hacemos la bullaranga que te hicimos no despertás en todo el día y seguís con la noche también. Hasta un perol viejo y una botella te tiré pa adentro...

-Huy, hombre; -exclamó Armando extrañado y estirándose- a qué horas me quedé yo dormido aquí. Yo, medio recuerdo que estábamos tomando cerveza en la cantina de Nolo...

-.....Y después se nos durmió usted en un asiento -agregó Ernesto. Yo lo llamé y usted me contestó que tenía sueño; Nolo entonces lo hizo acostar en este cuarto. Durmió poquito. Yo fui a Ocaña a llevar unos pasajeros y de regreso me traje a Chepe que quiso venir a verlo tan pronto supo que usted estaba aquí, en La Ermita...

-¿Qué hora es?

-Las cuatro de la tarde -contestó Chepe-; apúrate, hombre. Échate un poco di agua en la cara y salí pa que te tomes alguna cosa y nos vamos después po Ocaña. Vos te vas a idiotizar, metío diario en ese Arenópolis... y cuando salís es a dormir común borracho en estos huecos. Apurále, hombre. Vine fue por vos.

* * *

En la noche de ese mismo día. Armando Romero, Ernesto Alvarez y Chepe Lemus se paseaban por el parque principal de Ocaña, durante la retreta que como de costumbre, por ser domingo, daba la banda municipal. Habían comido en el lujoso "Hotel Best" desde muy temprano; y esperaban a que el concierto terminase para irse a cine, o al moderno bar "Stalingrado" o a un bailecito que "quizás" había en Villanueva.

La concurrencia en el parque no podía ser más numerosa ni menos interesante. Había allí gentes de toda clase, hasta de los más apartados barrios de la ciudad; gentes de todos los tipos, de las más diferentes escalas sociales y condiciones. Grupos de bellísimas y perfumadas muchachas que paseaban solas como colegialas; parejas de enamorados que "echaban la casa por la ventana", derrochando chiclets, almendritas y pastillitas de sen-sen;
heroicos maridos con sus respectivas mujeres, caminando maniacamente, circunspectos y acompasados, sin atravesar palabra; tríos de jóvenes políticos, "gesticulando simiescamente" y dejando a su paso un fuerte tufo de aguardiente mezclado con aromas de alhucema santandereana; policías muy erguidos, de mirada hitleriana y paso lento de personaje importante. En los ángulos del parque, viejos eróticos y lascivos fumando su calilla piedecuestana, con las manos entre los bolsillos, miraban con ojos cansados y melancólicos este ir y venir de gentes, este pasar y pasar de mujeres incitantes...

Armando Romero afrontaba en su alma un rudo batallar de encontradas emociones. Su sueño de ese día le había dejado una indefinible lasitud en el corazón, un enorme vacío que sólo podia llenar con incertidumbres. Pensaba en su Josefina y hacía cálculos, pero cálculos sin esperanza, para que su ardiente desvarío fuera tarde o temprano realidad. Estaba poco comunicativo; se encontraba triste.

Además, ALGO le roía allá en el fondo de su conciencia y lo inquietaba muy a pesar suyo. Media hora antes al pasar por el atrio de la iglesia de Santa Ana, los acordes familiares de un TANTUM ERGO, el olor a incienso y el alegre repiqueteo de las campanillas le habían recordado que ese día, domingo, él no había cumplido los preceptos de su religión. ¡Qué lejos estaban ya sus años de colegio!

Rechazaba casi con angustia aquellas ideas y dirigía su pensamiento hacia Arenópolis, pero entonces eran las admoniciones suplicantes de su madre ausente las que venían a martillarle en la cabeza: ''hijo, la gente murmura que te estás volviendo un perdido... que sos un borracho y estás acabando con el escaso patrimonio de tus hermanas ... Ya causás lástima. No sé de qué santo valerme..."

Así andaba esa noche; abstraído, en pugna con sus escrúpulos de conciencia y tratando de conservar intacta, dentro de su pecho, la dulce quimera que horas antes lo había hecho tan intensamente feliz.

De pronto alcanzó a ver, en la puerta de una de las casas cercanas, sentada entre un círculo de bulliciosas amigas, a la joven objeto de sus anhelos. Josefina irradiaba belleza. Ernesto también la vio porque codeando a su amigo, le dijo:

-Mire, allá está la china de que hablamos anoche.

-A esa -comentó mordazmente Chepe- le van a modificar muy pronto el apellido.

-¿Por qué? -inquirió Armando con ansiedad.

-Porque se casa en estos días con un ricachón de... de... por allá no sé dónde. Un tipo que tiene muchas haciendas en la tierra caliente. Mira: hoy me mandaron a la casa esta tarjeta de invitación.

Armando, trémulo, examinó la elegante tarjeta a la luz de una bombilla amarillenta. No cabía duda, su fantástico ensueño se esfumaba. Su Josefina, su adorada Fina, estaría muy pronto en brazos de quién sabe qué degenerado, de algún salvaje cargado de oro, pensó con amargura. ¡No cabía duda! Así se lo gritaba, audaz, insolente, aquella TARJETA DE INVITACIÓN!... La garganta se le anudaba; sintió como ganas de llorar. Maquinalmente, sin decir palabra, buscó y rebuscó algo entre los bolsillos...

-¿Cigarrillos? ¿Querés cigarrillos? preguntó Chepe.
-N00... contestó entre dientes-; pensé que tenía aquí medio billete de lotería.

Del parque, el murmullo de las conversaciones ascendía como un fuerte zumbar de abejas; y por sobre ese confuso, rumor humano, los cornetines y clarinetes de la banda, sollozaban, plañideros, un intermezzo de Calvo.

FIN

BENJAMÍN PÉREZ PÉREZ

Cúcuta, 22 de agosto de 1954.

Publicado en la Revista de Educación del Norte de Santander, Cúcuta, octubre de 1954 - Imprenta Departamental - También por la Biblioteca de Autores Ocañeros.