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pasado muchos años desde que el tío Emiro dejó la sotana de seminarista mayor
para volver al idílico valle de su Playa entrañable. En los claustros
ocañeros quedaron, con su sotana, los clásicos franceses, el griego y el latín.
Los cambió por las vivencias de su tierra, pero acumuló con ellos el bagaje
suficiente para descrestar auditorios de todos los niveles académicos.
El abuelo Francisco, hombre austero, envió, entonces, al frustrado sacerdote a
cumplir faenas agrícolas en sus tierras de Curasica. Acompañado de Enrique
Alvarez y de su inolvidable compadrito Jesús Ovallos Arenas, Emiro le entregó
sus días al ramillón y las noches al cultivo de una deliciosa relación con las
bebidas espirituosas. Fue precisamente en aquel exótico paraje donde, entre velas
y guitarras, surgieron la vena del poeta que todos admiramos y la nostalgia que
cifra sus canciones. De allá bajaba los fines de semana, sobre su caballo
"Palomo", a ponerle trampas al amor y a presumir de niño rico. El matrimonio
con Clara, la fiel compañera de su vida, serenó sus ímpetus y lo llevó por nuevos
horizontes. Se vistió de burócrata en la Caja Agraria de Ocaña y terminó
en Santafé de Bogotá, donde se desempeño en importantes cargos en el Incora y
el Ministerio de Agricultura. Vivió en Fontibón, en el número 10-77 de
la calle 5ª, una dirección de gratos recuerdos, donde se daban cita Benjamín Pérez,
Fructuoso Arévalo, Luis Humberto Pacheco, Jesús Hernán y Tole Claro Ovallos, Angel
Arévalo, Adiel Ovallos, Omar Pérez y Horacio Castilla, entre otros, para
cumplir el rito de los viernes culturales. Durante
aquellas noches, los chispeantes foros políticos se alternaban con las canciones
del padre Campo y con la linda "Ocañerita del Alto de Torcoroma". | |
En
el Nogal, el café romántico de la estación del ferrocarril, y en las tiendas de
la calle quinta, las "agrias" volaban gratis cuando llegaban los ocañeros.
!Qué días aquellos! Toly, hizo fama con su humor y sus canciones, y Emiro con
su viejo tiple, con el cual aventuraba su viejo "tango arrabalero".
Una fría tarde de diciembre, la casa del 10-77 cerró sus puertas. Emiro cambió
su residencia por un tiempo relativamente corto y volvió como el salmón, río arriba,
en busca de su Playa de Belén. Ahora vive apaciblemente, lo digo con
envidia, entre duraznos y platanales en cosecha. Los estudiantes le consultan
sus tareas y los campesinos le confían sus problemas legales. Hace
cartas de amor, telegramas de efemérides y discursos para todas las ocasiones;
cría pollos y conejos y presume de horticultor. Su viejo tiple, como
un trofeo de guerra, cuelga de una puntilla en la pared principal de su aposento.
A su alrededor, en todos los tamaños y colores, están los banderines y gallardetes
de eventos deportivos que Emiro ha organizado o estimulado, y las camisetas de
las campañas políticas que lo han llevado al Concejo Municipal. Su obra,
Canción del Terruño, sale ahora a la luz pública como compendio de su vida coloquial.
De esta manera, sus versos pulidos y profundos rompen las barreras del círculo
familiar para emerger con fuerza creadora en la literatura del Norte de Santander.
Guido Antonio Pérez Arévalo
Nota póstuma: El 31 de octubre de
1995, descansó en la paz del Señor. | |