ESTORAQUES
Eduardo Cote Lamus

 

 

... y llamaré la sequía sobre esta tierra
y sobre los montes y sobre el trigo
y sobre el aceite y sobre cuanto produce la tierra
y sobre los hombres y sobre las bestias
y sobre todo trabajo de vuestras manos.

(Ageo. 1:11)

Aquí no puede uno ni pararse, ni acostarse, ni sentarse.
No hay ni silencio siquiera en las montañas
Sino el seco estéril trueno sin lluvia.

No hay ni soledad siquiera en las montañas,
Sino ceñudos rostros rojos que gruñen entre dientes
Desde los umbrales de casas de tierra apisonada.
Si hubiese agua...

(T. S. Eliot. La tierra baldía)

Díme sequía, piedra pulida por el tiempo sin dientes,
por el hambre sin dientes,
polvo molido por dientes que son siglos,
por siglos que son hambres,
díme cántaro roto caído en el polvo, díme
¿la luz nace frotando hueso contra hueso,
hombre contra hombre, hambre contra hambre,
hasta que surja al fin la chispa, el grito, la palabra,
hasta que brote al fin el agua y crezca el árbol
de anchas hojas de turquesa?

(Octavio Paz. El cántaro roto)

El viento que viene y el viento que va
no son nada, en realidad, del tiempo.
El tiempo en otro sitio donde el hombre,
capaz de su destino, trazó el aire,
el arma de sus sueños, y la tierra
labró para guardarse en ella.

Esto fue en el terreno de los hombres.
Una ciudad allí cumplió la vida
si en grandeza se quiere más arriba
de los propicios cielos fulgurantes
donde el dominio de los dioses todos
hizo imperios, circunvaló las sienes
de las colinas, encontró las leyes,
convivió con lo humano dando aliento
sin para a la victoria.

Esa colina es hija de los nobles
pensamientos del dios. Y si miramos
desde la cumbre del año más alto
vemos la loba alimentando a Rómulo
y la ciudad que fue surgiendo al mundo
coronada de hazañas y de templos.

El Palatino, cierto, es diferente.
Toda la historia cabe en la mirada
y las ruinas así nos lo demuestran.
De modo que podemos ver las piedras
puntualmente ordenadas por Augusto
quien también entendió que los poetas
eran la gloria y prez de su gobierno,
fue amigo de Virgilio, el que hizo cantos
a la reforma agraria:
otra no es la intención de la Geórgicas
en donde están aún los surcos frescos
y los trigos germinan todavía,
y en donde están medidas las cosechas,
la necesaria fuerza para el brazo que lanza la semilla,
la propiedad, la ley de los viñedos
para que el vino estalle como luz,
embriague como luz aunque su llama sea roja.
Y por ahí también anduvo Horacio,
dominador de numerosos metro,
que afiló como a un hacha el epigrama
y cultivó palabras como nadie.

El Palatino está dentro del tiempo.
Su mole es como un puño alzado al cielo
en su ruina imprecando por los días
antiguos. El tramonto le golpea
su soberbia, y su piel, presa de luz
se incendia cada tarde en el crepúsculo.

Aquí el asunto es muy distinto.
Una que otra columna, cauces solos,
tierra como de sol sin sombra, sombras
como ascuas: los árboles no existen. Sólo sed
y un pueblo que da vueltas a la plaza
para ir hasta el cementerio o hasta río
sin agua. Del otro lado una muralla
con cruz, y del otro también, con cruces
donde la muerte sueña con los muertos.

El viento que viene y el que va
saben algo de todo esto: el tiempo, nó.
El tiempo está en Sumeria, en Babilonia,
en Tebas, en Nínive, en Egipto, en Creta,
en el Partenón, en los museos, en Jenofonte,
en los muros, en las ideas, en la política:
huesos de la civilización.

Aquí hay un reino de tierra y arenisca
maravillosamente sediento.

Tampoco es esto Xochimilco, Chichen-Izá
o Machu Pichu, ni la obra
de los antiguos nativos de nuestro continente porque
una piedra bajo el sol es como un cuervo en llamas.
Su piel contiene apenas
la soledad necesaria para el odio.
En su ley nada la conmueve:
ni el dominio igual que su baldón
de impotencia, ni la ignominia de saberse
sin rostro, resuelta en el orgullo.
Pero no es la derrota.
Todo lo contrario es el viento:
lo mezquino es el cuervo, porque
el cuervo es una hoguera negra.

Una piedra es ascuas bajo el sol:
el fuego en su piel es el castigo.
Acaso la sombra transitoria del cuervo
pueda hacerse solaz o carne de los dioses.
Pero, adentro, reside la batalla.
¿Quién puede pensar que en su interior
algún animal petrificado
hunda sus pezuñas atravesando la tierra?

Encallada, muchas veces en la cima de un monte,
aparece grandiosa en su caudal de templo:
el músculo amputado al dios,
el gesto de un rostro desaparecido,
la huella de un pie gigantesco,
el pensamiento redondo,
el labio que exige sacrificios,
el falo soberbio de las vírgenes
que bajan de una lúbrica estrella,
el cuenco de la mano, la macana, la mueca, el pánico, el odio...

¡Ahora viene el hombre caminando!
El hombre sellado como una piedra.
La inscripción a cincel fue deslabrada
y un borrón por nombre conmemora su libertad.
Si su silencio se midiera en islas
habría mar. Por eso la ceniza
en la frente es camino para continuar.
El tiempo nada más en la piel del estoraque,
el tiempo como un perro que nunca llega al hueso,
el tiempo ladrando como perro,
como un perro derrotado por los sueños.
En la superficie el tiempo: Heráclito el Oscuro
hubiera aquí encontrado que su río es la sed,
hubiese aquí encontrado que es mejor
el limo que los días, el cristal que las imágenes,
la rueda del molino igual agua.

Aquí las ruinas no están quietas
el viento las modela. Por ejemplo
lo que antes era escombro de palacio
lo convirtió en estatua la erosión
y lo que fue la sombra de la torre
es ahora la sombra del chalán.

Ese bote de lanza del jinete
contra algo inexistente, ese ademán
de contienda en esos ojos sin sueño,
ese violento paso del caballo
detenido por siempre, ese color,
fueron antes las bases de algún templo,
el comienzo de algún arco, el fin
de tanta fe entregada a un dios terrible.


Hoy es un rostro, máscara mañana,
sueño primero, luego ni recuerdo,
columna ardiendo en el viento en llamas,
tórridas manos sobre la garganta
del caballero ecuestre, río, ríos
de sombra al rojo blanco dominando
aquello que existencia fue sin duda.

En esta sucesión que nadie nota
algo que no se mueve ni transforma,
algo quieto a pesar de tanto caos,
algo que permanece sinembargo
aunque desaparezcan estoraques
y nazcan otros, aunque aquellos bosques
de serpientes de pie como escuchando
la flauta del encanto comprendieran
que nunca han existido.

Pero es que aquí, también, todo se queda.
Es que acaso ¿razón tenía Parménides?
En fundamento todo permanece,
los elementos son iguales siempre
y la materia siempre es inmutable,
inmóvil es el ser no se mueve
(ser y pensar son una cosa misma)
y todo esto que vemos y sentimos
es no más que un asunto incomprensible.

No más que la alta hoguera de la estrella
sobre este mundo. Nada más que el sueño
se pronto convertido en nada.  Nada
distinto al propio fuego en que se incendia
ebria, la luz, muy dentro de la tierra
o encima de la lámpara que lleva
todo nombre encendido. El estoraque
siempre tiene las luces apagadas.

Al polvo nada vuelve, todo queda
delante de los ojos y las manos
sin poder escoger huellas de arena,
sin poder encontrar en tanta forma
cosa distinta de nuestro fracaso.

Por esto Gorgias, Gorgias, yo te veo.
En la verdad te vi, en lo incomprensible
después de preguntar qué significan
esta vida, estos monstruos, estos sueños.

En llamas la ciudad y ardiente el viento
recorre enloquecido los recintos,
casas de citas, antiguos almacenes
de amor, fuego encendido, turbio fuego
que a los seres abrasa frente a frente
a la muerte. ¡Si fuese por lo menos
el fin, si por lo menos el comienzo!
Quiere quitarse llamas de la espalda
el viento. En la ciudad deshabitada
devastador ejército entra a saco:
aquí viola un recuerdo, allí un sueño
y más allá el estupro se convierte
en amo; dardos rompen el silencio
y cada sombra herida se hace grito
porque no hay sino sombras poseídas
por el viento, el que viene y el que va,
que nunca tiene paz, nunca sosiego.

La luz hierra los ojos como a un toro,
mueve entre brasas el herrete y marca
sin piedad en el monte un estoraque:
su cuño al rojo blanco cumple un fuego
lo que el destino castigó sin nombre,
sin consideración con esta tierra
para humillar al hombre que trabaja
el suelo y su existencia como nadie.

No hay mineral oculto en sus raíces
ni la vegetación sobre su lomo,
no hay árbol ni camino ni labranzas
y ni siquiera estrellas en lo alto:
huyó hasta el trueno, el rayo y el relámpago.
Nada queda de todo, todo es nada.
No se puede sentir la realidad
sino en los sueños. Tanto viaje humano
hasta el fondo del alma para verse
después de tanta huella igual que antes.

Sopla el viento la vida, la dirige
hasta la tierra, si, hasta la honda tierra
donde los muertos tienen la mirada
exactamente igual a la de muertos.
Hay que empezar a interpretar los actos
que nunca realizaron cuando vivos
y sus pasiones hoy desmoronadas
Igual que los amores repartidos
en tanto lecho muerto, en tanto vientre
hueco, en tanto vacío, en tanta nada.

Aquí los muertos que sembraron sólo
para dejarlos solos con sus muertos
se cansaron de estar muriendo muertos
y empezaron sus uñas a arañar
la dura tierra que les vino encima.
El trabajo empezó cuando su reino
prolongose debajo de los montes
luchando por el agua que bebieron
Hasta impedir que la humedad se fuera
por las hondas raíces de las hojas
a conocer los aires y los cielos.

Después se dieron cuenta de que el agua
no existe: una mentira del tamaño
de un río es comparable con la vida,
que tampoco existió. No hay sino sed.
Lo que existe es la sed y el resto es nada.

Hicieron los hombres el tiempo
para darle nombre a cosas
de las que poco sabían:
la vida, el amor y la muerte
y el destino de conocer
que los actos son las huellas,
los huesos, la piel, la conciencia.


Fue antes la montaña orgullo de la cordillera;
en su lomo retumbaban los relámpagos
como una crin de bronce en la nuca de un caballo.

El llano bebió el agua en la montaña
Y entonces, de un tajo, le cayó la sed:
fue un látigo con sevicia concebido:
las raíces se pudrieron y una lepra
roedora de piedras, amedrentó los fósiles

que dormían: a ellos también, a latigazos,
se les volvió al polvo y solamente
algo del olvido se escucha entre su sombra.

Antes la montaña invocaba la lluvia
pidiendo pan para su cuerpo estéril,
semen para su vientre,
pero implacable el cielo la condenó a su suerte:
hasta el propio cauce se bebió su río.

Primero fueron grietas, luego cayeron corredores, pasillos,
túneles se abrieron y un arado feroz
tirado por dos bueyes vengativos
la tierra roturó en laberintos.

Luego comenzó la guerra de las cosas:
chispas no sacaban las armas sino tierra;
las espadas, como labios, se rajaron de sed
contra relámpagos de sequía,
contra la bota implacable
que caía, pero nunca la tregua. Fue la cal
contra el aire, el bario contra el infinito,
galope de tierra contra muros invisibles,
la desesperación contra las estrellas;
pájaros que hacían las veces de flechas
y los árboles de arcos;
plumas semejantes a las sombras, antorchas, danzas
luchando con innumerables pies; hormigas, larvas,
átomos contra energía y la gran diversidad
de  las especies esperando respirar aire de llamas.

La montaña en pedazos, cayó por fin vencida. 
Una ciudad creció en testimonio
de batalla. El viento se encargó de fabricar
el orgullo de la derrota.

Rotos por el destino, los castillos
están despedazados: de las torres solamente
el fundamento y las columnas despavoridas
tiemblan en la noche. Tienen el eco muerto
los grandes aldabones y las calles sin nombre
caminan torpemente. Altas eran las flechas
que culminaban la ojiva y más altas
las frentes de sus habitantes.

Las fuentes y los jardines,
las alcobas por el amor cohabitadas,
los vientres sembrados clandestinamente
y las generaciones que apretaron su sed
bajo tierra para seguir muriendo a gritos
¿Dónde se encuentran?
¿Dónde esta civilización inexistente?

El viento que viene y va sopla en la tarde
atravesado por la luz de mayo;
viene cantando de otras partes, canta
como si no volase por el mundo.

El viento suena, suena el viento.
El viento suena y en su frente
el tiempo, el tiempo de mañana,
el de hoy que es el de ayer: de siempre.
El viento en la ciudad, campana
de tiempo en el pasado, a fuego

lento el badajo, a pleno sol
el son por calles en derrota.

Se oye el rumor de muchos mundos,
de hombres que mueven sin sentido
los pasos, de huellas que cargan

peso de cuerpos sin destino;
se puede ver cómo ellos viven,
cómo pasan bajo las luces
de neón, cómo se transforman
de sombras iguales a sombras
iguales y a sombras de sombra.

Ahora un grito en la noche:
lamento mecánico sube
miedo, edificios arriba hasta
el alma, hasta el último piso
donde el viento y pavor lo arrastran
por ventanas, tejados, patios,
cortinas, muebles, huesos, nervios;
la sirena se mete dentro,
pasa veloz como sospecha
inquietando, metiendo el dedo
en la conciencia y cada vez
que suena llega hasta la boca
sabor de culpa porque todos
en la ciudad son los culpables:
por quien inquiere la sirena
con ojos de luz intermitente
y los demás, los que la escuchan.

La sirena persigue, clama,
es el anuncio de peligro,
es la voz de la soledad,
la flor de la angustia, palabra
igual en todos los idiomas
de la miseria, enfermedad,
del crimen.

Sobre un puente del río Main
está pasando una gaviota,
negra es el agua y blanco el barco
también de nombre La Gaviota.

Seguramente por allí
debió pasar cantando el río.

Y eso, que parece un castillo
sobre el muñón de los peñascos
¿no es el de Heidelberg?  Detrás
¿no estarán los muros de Córdoba?
y ¿no será una de aquellas
la Torre de San Juan  Abad?

Una campana entre ruinas
se revuelve en los campanarios,
como un caballo entre las llamas,
anunciando, sí, delirando
en pánico de bombardeo,
al borde de la misma muerte
tal relincho de fuego, como
feroz algara destruyendo.
allí está la Gedächtniskirche
que todavía es una llaga
de aquel Berlín bajo las bombas.

Eso que parece una calle
es el antiguo cauce del Támesis,
modesto río que cruzó
una ciudad de nombre Londres.

Nada en las ruinas tiene nombre.
Un árbol hubo aquí, ¿fue acaso
aquel maldito de Hiroshima,
monstruoso hijo del de la horca?
Será que aquí, en los Estoraques,
¿queda el lugar de punición
de las ciudades desaparecidas?

Ese mundo que se extinguió
tenía así que consumirse
porque al hombre le destruyeron
todo aquello que poseía:
la voluntad, la fe, el esfuerzo
de ser como su fantasía
y solamente le dejaron
la razón sobre su cabeza.

El viento suena, suena el viento.
El viento suena y la erosión
golpea en los ojos del tiempo
que aquí nunca vieron ciudades
sino a los árboles de arena.

Lejano todo, los países
extinguidos, el mismo tiempo;
lejano el día del exilio
como los pies sobre las uvas
cuando se bebe el vino. Lejos
del por qué  que nunca se supo,
del cuando, del ayer, del viento.

Si la peligrosa costumbre
de vivir sin destino, si
el descargar las propias culpas
nada más que sobre los actos,
si tanta nada descubrimos
y en tanta nada nos hallamos
¿en dónde poder encontrar
lo verdadero?

Aquí ya sucedió el juicio final.
lo demás son huellas, son restos,
testigos de lenguas cortadas
por las espadas de los ángeles.

Más aquello es otra cosa:
para nada cuenta el tiempo.

El hombre nunca estuvo, pero están sus sueños.
¿A dónde va la luz? ¿A dónde el viento?

La ciudad seguramente estaba amurallada.
Pero ¿quién hizo sus murallas?
Aquí el muñón de los castillos.
Mas la torre ¿de qué se defendía?
¿Qué fue lo que pasó?
¿Por qué esta ciudad es una tumba?

Dos columnas anuncian su reino.
Por la izquierda va subiendo el bosque
de ruinas. Al otro lado el vuelo de los pájaros
y por encima el sol casi crepúsculo.
¿Hubo aquí alguien?

Toda la montaña es estoraques:
los templos pretéritos -acaso sin Dios- donde la vida
no existió, las grandes pagodas, la rutilante cúpula,
el vuelo audaz del arquitrabe,
la complicada seriedad de la archivolta
y nada menos que el sueño, es decir, lo único
que de los hombres existe. Arriba el látigo
de los arcos cruzados, el surtidos de piedra, el arte
que innominado artesano cumplió, y abajo
el apoyo eficaz del arbotante,
los muros con largos ventanales
y el pie de la columna resistiendo
el peso de siglos.

Aquí las columnas hacinadas
recuerdan no se sabe si los bosques de olivos
que uncidos a nudos arden como lámparas
o los dedos de innumerables manos enterradas
cuyas palmas el destino no escribió;
se puede pensar que son raíces
por entre las que pasa un dios
o sus bases las copas que se hunden
por respirar en tierra un cielo
de constelaciones de polvo.

En la hora del crepúsculo, en la cumbre,
se abren estoraques aún no concluidos.
La mano ágil del viento los modela todavía.
Pero nada de amor. La sed no existe.
Nada de vivir, la vida
no existe. ¿Y qué?
En este mundo los actos son columnas,
testimonios, materia de verdad.
El resto, es nulo.

Por si estuviera el dolo
¿quién lo permite?
Si el dolor o la razón o el sueño
¿se les ordenara?
Y los que piedra a piedra, brazo a brazo,
movidos por el látigo o el hambre
hicieron la muralla, ¿dónde se encuentran?
¿Ah de la ciudad! Y ¿quién lo dijo?

Entre el mañana y el ayer no más
que el rudo corazón dando la hora
y el paso de las nubes y los días
y el subfondo de actos enterrados.

Entre hierbas y templos y columnas
se recuerda: ¿quién no tuvo el sueño para huirse?
Y ¿quién no deseó en un instante
hacer con el olvido un arco
para matar lo sido?

Atrás, lo que de todo depende: un alma abierta
es decir, el otro cuerpo. El alma cae,
se abre, ilumina y cae.

¿Dónde el agua?
¿En qué civilización se encuentra el agua?

Por fuera, semejante al maíz es una llama
y por dentro el destino. Por fuera el hueso
y por dentro el castigo. ¿Qué vientre
los parió? Y ¿cuál fue el semen?

Se desprende del sueño algo así como ventana:
Fuego en las sienes, divinidad, silencio,
luz. Detrás comienza lo que somos
en el otro mundo.

Ese hueco, en verdad, por el que pasa
el tiempo no logra nunca espacio. Le pregunto
a lo que fue qué ha pasado,
a la piedra, al dolor, al propio nudo
del hombre.

Aquí no hay agua. Ni sed.
No hay nada. El tiempo se ha perdido:
el viento es aire de otro tiempo.

Empecé por abrir la soledad
como quien destapa una botella
y no encontré ningún camino;
di pasos atrás para buscar palabras y cantar
Y no vi nada;
volví por la ciudad y sólo el viento,
el que sube y el que va, como perdido,
como buscando a Dios, como arañando
los altos, los duros, los broncos estoraques.

(1961- 1963)

Cote Lamus, Eduardo, ESTORAQUES.
Bogotá, Ediciones del Ministerio de Educación.
Imprenta Nacional, 1963.