Centro de Historia de La Playa de Belén

Viaje imaginado
Por Uriel Arévalo Franco


 

La entrada, por fin la entrada. Se baja y se sube para luego volver a bajar. Todo en un minuto corto. Y aparece el arco, casi de frente, jugando con el precipicio. El río Algodonal se sigue viendo, a la derecha, bregando con las piedras. De súbito giro a otro tiempo. Al tiempo en que palidecía como una vela pensando en el colapso del arco por el peso de tanta gente y de tanta cebolla en el camión. Me imaginaba en el cauce, aporreado, luchando contra la corriente o aplastado miserablemente por un bulto de cebolla. Y admiraba la tranquilidad de los demás que ni las cejas levantaban. Me paro sobre el arco para saber si quedan saldos de miedo y de paso purgarlos. ¡Ve… ya no quedan!, digo.

Un talud de roca fracturada, siempre pizarrón para candidatos en campaña, flanquea el camino; antes y después del arco. Viene una cuesta que se pronuncia de repente y acaba rápido al encajonarse en el cuerpo de una loma angosta que más bien parece un filo. Un filo que un crápula podría aprovechar para hacer de las suyas al amparo de la noche. Es un tramo corto donde el sol entra poco. El umbral entre el río y el valle, se me ocurre.

Pues bien, sigue el valle. Pocos le dicen así, pero eso es, un valle. Estrecho tal vez, pero definitivamente un valle. Se nota que el camino sigue por un corredor que marca la frontera entre el valle y la ladera. Un tanto lejos del cauce del Playón pero no muy pegado a la ladera. Mas verde a la derecha que a la izquierda, pero me queda la buena impresión de que ahora hay más verde que antes, en ese antes cuando cazaba guayabas con una habilidad que ya quisiera el pájaro más frugívoro.

Al lado de tanta sequedad los prados de villorros jóvenes me atajan; allí por Maciegas. Al tiempo que disparo la cámara con ganas, pienso en la captura de un excelente fondo de pantalla. Es un paisaje que eleva el efecto de contraste a la máxima expresión. Me conmina a pensar: ¿De donde diablos sale el agua? A renglón seguido sospecho que sale de una poza o de una pequeña represa atrapa lluvias. O a lo mejor de un mini distrito de riego; quien quita, la gente es ingeniosa.

Deseo ver las casas como las llevo en la cabeza; blancas, con teja de barro y con veraneras. Avanzo y, en efecto, siguen allí y son así, pero ahora más bonitas, más orgullosas y acompañadas de casas hermanas que nacieron en tiempo más cercano. Las que están a la vera del camino ya no sufren el polvero de antes gracias a la carpeta de asfalto. Ahora el blanco les dura más, como dicen los comerciales de jabón.

No se si sus moradores saben que viven en un paisaje especial. Miro sus caras y me doy cuenta: sí, lo saben. El brillo de sus semblantes los delata ¿O será que subió la cebolla? Fijo la vista al fondo, al oriente, para contemplar las murallas en ruinas, el regalo que los elementos tallaron para nosotros con una parsimonia de millones de años. Los Estoraques son parecidos pero más interesantes, pienso. Lo que veo es un excelente anuncio para el turista.

Por los lados de Carrizal me dan ganas de queso criollo. Un glotón de arepa ocañera me contó que por allí se consigue muy bueno: "…después de la recta de la escuela, en una curva, vos sabés, en la casa que está antes del arenero…" Es grato encontrar queso donde antes ni el olor. Me asomo por un lado de la casa y veo los pastizales que le ganaron la batalla a los matorrales con arena. Reconfirmo, ahora hay más verde que antes. Y, claro, más ubres de vaca.

En Montecitos me acosa el saldo de tiempo. No es suficiente para ir Juaguito arriba. Será en otro año, me consuelo. Hago una pausa rápida para echarle mano a una brevita con arequipe. Me sirve de energético para concentrarme a fondo en los detalles que se tornan invisibles a fuerza de tanto verlos. Algo así como la invisibilidad del funicular para el bogotano. A las primeras señales de Arenópolis, y aquí me robo la creación de Benjamín Pérez en "La tarjeta de invitación", la emoción es inevitable. Conjeturo que si las palabras playa y belén desaparecen, no ocurrirá pero hago cuenta que si, seguro que Arenópolis estaría en el abanico de nombres para rebautizar la tierra que en otro tiempo los patatoques gozaron.

Lo sabía pero no me acordaba: los andenes son para sentarse no para caminar. También para echar cuentos o para amanecer libando con las cuerdas de Campo y Leonel ¿Qué caso tiene caminar por los andenes si tengo toda la calle para mí? 'Primero los zapatos, las llantas después' sería una buena frase de campaña para decirle a los conductores que el amo y señor de la calle es el peatón. Una puerta vieja me hace cavilar sobre un método para datar las casas: contando las capas de pintura. No sé, una capa igual a cuatro años, digamos. Entro al escepticismo con la misma rapidez que me llegó la idea.

En la casa de los abuelos clavo la mirada en el piso del corredor. Noto que las fisuras y los años le suman simpatía. Otra cosa pensará quien lo barre, admito. Calibro el tímpano para oír mis pasos sobre las broncas baldosas de gres. Lo hago para regresar al pasado, cuando viví mi primera juventud allí con la idea de ser un josemarista de buena índole. Para entonces me resultaba fácil saber quien andaba por allí con solo escuchar la cadencia de los pasos. Los de la tía Cuya revelaban afán, como si el tiempo le pusiera una daga en la espalda. Los de la tía Zoila eran cortos, no tan rápidos y más bien sonaban poco.

Contemplo el techo por debajo y me aventuro a una cuenta mental para estimar el número de latas que gastaría en una casa sencilla, una idea apostada en mi cabeza desde la llegada del tercer milenio. Nada fácil el asunto pues hay latas gordas y flacas, largas y cortas. Más bien dedico el rato para sorprenderme de lo tanto que duran sin tratamiento. En la primera oportunidad a favor de la idea, me prometo a mi mismo, invertiré tiempo para redescubrir el techo de lata con teja de barro y de paso a su mancorna, la tapia pisada. No entendería la una sin lo otro. De buenas, en el solar una tapia desnuda se ofrece generosa para tantear los primeros datos.

En la calle el relumbrón de las paredes que toman sol es intenso. Produce un ambiente de blancura extrema que viene como anillo al dedo para echarle ojo a los alares, a las ventanas y a las puertas. Lo alares son tan anchos como los andenes y de seguro no lo salvan a uno de un aguacero. "No hay problema" dijo…. No sé, alguien lo dijo. Más se demora la segunda gota de lluvia que la carrera a la primera tienda. Tienen el tamaño justo, me parece. Más largos serían feos y vulnerables al paso de camiones. Más cortos, ni modo. Los nuevos, los 'pechipaloma', son bonitos pero me quedo con los viejos. Allí está la huella de los ancestros.

Las puertas, aún cerradas, dejan entrar luz y aire. Fácil, tienen ventanitas incorporadas. Ni una sola puerta verde o roja. O azul, por aquello de la política. No, todas son de color marrón ¿De quien sería la idea? Divago que por las violencias que ha sufrido La Provincia en toda su historia, a lo mejor el marrón resultó apropiado para evitar estigmatizaciones o asociaciones con la política. Los orificios que veo en algunas puertas, que asumo son de proyectil, como que le dan aire a mi rebuscada teoría.

Las ventanas también de color marrón, por supuesto. ¿O qué color, que no sea el blanco, rima tan bien con el marrón?, medito. Las de reja saliente tienen mejor panorámica. Se ve al frente, a la izquierda y a la derecha. Pero son una razón mas, creo, para no caminar por los andenes pues es fácil golpearse la cabeza si uno camina encorvado o pensando en el sexo de los ángeles.

¿Tapia o pared? Me interrogo. Suena razonable pensar que pared es una suma de tapias. Tiene que ser así, me convenzo. Tapial… Pisón… Zurrón…. Trato de recordar los elementos para construir una tapia. No se si aún se acostumbra pero en otro tiempo decir zurrón es como decir ahora pendejo. Me parece más agresivo zurrón pues se trata de un tosco catabre de cuero usado para trastear tierra de la cantera al tapial. Mas agresivo, no por el zurrón en si mismo, si no por el contenido. Que tal, es como si a uno le dijeran que está lleno de tierra, concluyo con sorpresa.

Avanzo. El valle deja de ser valle y se vuelve una hoyada, hacia el norte, hacia Aspasica. El Playón lo tengo más a mano, al punto de oír el agua corriendo. Los pocitos, dispersos por ahí, son negros por la horda de renacuajos. En la curva de Juancho Claro me planto a ver el paisaje. Reparo en los alisos y sauces que se han tomado la ronda del Playón. Interesante. Veo las torres de la iglesia y me llama la atención su protagonismo en el horizonte. La quebrada Las Lauchas, al oriente, me transporta a los tiempos en que solía pescar ese animalejo liso y con bigotes. ¿Bigotes? ¿No es la lamprea la que los tiene? ¿O ambos? ¿O lamprea es lo mismo que laucha? La duda me ataca. Que no se me olvide preguntar mas adelante, programo. También programo reservar tiempo para dedicarme a Los Estoraques que se asoman por donde el sol se va a dormir.

Cruzo el pontón de Rosa Blanca con la vista dirigida a los bosques de niebla que observo falda arriba, instado quizá por la brisa fría que siento en la cara. Me concentro en el Picacho y trato de imaginarme allí trepado mirando a los cuatro lados. El ser humano siempre ha sido impresionado por las alturas, reflexiono. Cree que allí hay algo más, que todo es más puro, que hay espíritus buenos, que puede tener al creador más cerca. Como Moisés cuando subió al Sinaí para comunicarse con Dios y recibir el decálogo. De joven siempre quise subir pero no lo hice por la maña tonta de dejarlo para después. Maña tonta, digo yo, como el clásico 'ya voy' o el mentiroso 'ahoritica vengo' o el holgazán '¡mañana, hombre!'.

La boca de la vía que va para Fátima me indica que salgo de la cuenca del Playón y entro a la cuenca del Cargamanta. En el entorno inmediato veo señales de erosión severa, pero ésta es joven si la comparo con la de Los Estoraques o Los Aposentos. Es como si mamá natura estuviera iniciando los estoraques para un millón de años más adelante, cuando nuestros huesos ya han mutado a fósiles. El Cargamanta ya no es un río, a duras penas una quebrada lánguida que un párvulo puede saltarla silbando. No me consta, me lo dijeron. La última vez que estuve allí pudo ser en 1970 en un paseo sanjuanero. No en el Cargamanta propiamente, sino en sus inicios, en los Cafilones. No recuerdo un caudal de agua copioso como para decir que se está en un tremendo río, pero doy fe que daba culillo saltarlo.

La Casa Azul no es un centro de estudios políticos o de propaganda partidista. Es eso o fue eso, una casa pintada de azul. Bueno, a decir verdad una vez estuve allí bailando con ocasión de una campaña política. No tengo claro si fui por el baile o por la política, pero sí recuerdo los colores de la bailadora: mona y 'caricolorá'. Cuando paso por la casa me doy cuenta que no es azul, pero igual, el sitio no deja de llamarse así, Casa Azul. Los nombres cogen tanta fuerza que no reparamos en su origen o el sentido de estos, me digo sin apuros.

Veo más arrayanes al pasar cada curva. Muchas curvas, muchos arrayanes, grafico. Los prados de cebolla de Guarumal son tan inclinados que parecen tapices colgados. Retan a la ley de la gravedad. Es inevitable que el agua arrastre poco a poco el precioso suelo, observo. O algo más grave, que todo el manto de suelo repte como culebra, así como se ve en el tramo La Curva-El Alto del Pozo de la vía Cúcuta-Ocaña. No tengo noticias de prados de cebolla que hayan reptado pero quedo con la inquietud. ¿Dónde más cultivar? Sencillamente, no hay mas donde. Es admirable como los campesinos logran adecuar (romper, dicen ellos) tierras tan ariscas. Me quito el sombrero con reverencia.

Y continúan los arrayanes con sus flores blancas. Son bastantes, pero no tantos como quisiera. Veo papamos. Veo rampachos. Al negrito no lo veo tanto. Al encenillo, menos. Me confundo con el mantequillo (líos de la memoria) pero me inclino a pensar que es el que se parece al rampacho. Un árbol de algodón solitario con sus altas motas pardas me dice que está en las últimas. Al arrayán no se le ha dado el reconocimiento que se merece, pienso. Su leña es excelente para asar arepas, es un poste que se comporta bien en las cercas, se reproduce con avidez en lugares adversos y por eso mismo ayuda a controlar la erosión, crece con relativa rapidez, hay variedades muy ornamentales y, de ñapa, da tanto fruto que bien puede alegrar un paseo escolar.

Antes de llegar al Grillo encuentro potreros con pasto yeraguá (?) bregando para no sucumbir frente al helecho. ¡A ese bendito helecho no lo acaba ni Mandrake!, exclamo. La impresión me quedó desde que boleaba rula en los potreros de la familia con el afán de erradicarlo. No se pudo con eso. Como que nadie podrá, digo con ánimo de derrota. Se controla pero no se acaba. El Grillo es el inicio de un pequeño tramo de vía que va justo por el lomo de la cordillera. O, como dicen los geógrafos, por el divorcio de aguas. Estas van al Cargamanta, por la izquierda, y al Borra, por la derecha. Me acomodo en un punto con buena panorámica y noto que la cobertura verde tiene cicatrices nuevas, especialmente hacia oriente. Son los caminos que van expandiendo la frontera agrícola. ¡El desarrollo!, dicen los funcionarios. El surulo es un árbol de follaje tupido y no tan grande. Su fruta, la surula, es tan morada que parece negra, no es mas grande que una arrayana y su sabor es agridulce. Más dulce que agria, según cuentan mis papilas gustativas. No la he vuelto a ver ni he sabido de ella por boca de nadie. ¿Se extinguiría? Me pregunto con ansiedad. Enfoco la mirada hacia un lugar donde habitó un surulo, en un pequeño plan de la finca Palmira. ¡Que va! Ni que tuviera ojo de cernícalo, me resigno.

Parado en Monte Oscuro puedo ver a Aspasica con las tres torres blancas. Decido permanecer inmóvil, como en trance de meditación, para que los recuerdos fluyan. Llegan en desorden, como si compitieran entre ellos: La vaca mariposa con su ubre generosa, mi segundo de primaria y los cuentos del profesor Jesús María Castilla, la pólvora navideña con su vaca loca, el billar de Darío Pallares, "El Pollo" y su camión lleno de cebolla, las pomarrosas, el chocheco del solar con bocahico salado, las cuajaderas de doña Elodia, la tienda de Ramón David con la imagen de Santa Catalina, el pesado teléfono negro con manigueta, el 'ñeblero', el 'brisero', el 'friu', los catabres para coger café.... Llegan, llegan y llegan, en cascada.

Avanzo con calma para curiosear cada detalle a la vera del camino, como tratando de encontrar algo. No se, algo como un árbol de uvito, quizá moras o, de repente, camarón, una pequeña flor comestible de sabor ácido. Y sí, me topo con algo que parece ser camarón pero me da vaina probarlo. Llego a Punta Brava, la entrada a Aspasica. O la salida, todo depende. Las casas del pueblo siguen siendo blancas, bonitas. La teja de barro sigue en su esplendor, nada mejor. Puertas y ventanas de marrón, como en La Playa. La calle principal con mampostería en piedra, excelente. La plaza toda en gres, muy conveniente para el encuentro y el jolgorio. Me ubico frente al templo, justo en la parte baja de las gradas que llevan a su atrio, y me animo a un espontáneo ritual de saludo para honrar su gracia. Subo cada grada lentamente a fin de acumular la emoción que necesito para abrazar al templo y recibir su energía. Santa Catalina, con un rostro que no puede ser más bondadoso, me reclama: hombre de poca fe, ¿por qué no habías regresado?

Diciembre de 2007